martes, 8 de mayo de 2012

Epístola escatológicamente ruin para el compadre en su vigesimoquinto aniversario.


Estamos aquí de nuevo, compadre,
rubricando en versos una misiva
ya dulce, ya pesada, ya vinagre.

Conviértome en anotador y escriba,
tal como tú cantaste, recordemos,
aquella canción para mí a voz viva.

Puestos a imaginar, imaginemos
(no me pagan por más, sino por eso),
lo que de aquí en adelante diremos:

imagina que la vida es un queso
manchego y los años son sus rodajas,
y contando uno por uno, no ceso,

hasta veinticinco bordes de alhaja,
en aunar las rutas que hemos andado,
donde uno canta, otro estudia, otro raja.

Y así, cuando uno la cima ha alcanzado
del pico más alto en la travesía,
se percata de lo que le ha pasado:

primero, que aquí no hay apostasía
si de amistad y compadres se trata,
y andamos todos por la misma vía;

segundo, que en cuanto al fin se desata
la andadura, se ve un pico más alto
que el postrero de la actual caminata,

y el compadreo, de cansancio falto,
lejos de regresar acojonados,
seguimos andando sobre el basalto.

Ten, pues, estos versos por terminados,
y atiende a la lección, que no se pierda:
si hoy veinticinco, mañana doblados

y al siguiente alimentando la hierba,
mas estaremos juntos siendo abono.
Termino la epístola, y ya abandono,
pues no he dicho en ningún momento “mierda”.

viernes, 6 de abril de 2012

Soneto XIV - Final

Disfruta, musa hiriente, este soneto
pues es el postrer verso que te escribo,
las últimas rimas que te misivo
sangrando la tinta de este alfabeto.

Me alejaré, por siempre, del cuarteto,
enemigo mortal y punitivo,
como tus ojos, feroz y agresivo,
y mi tumba será mi nuevo objeto.

Eres libre, como siempre lo has sido,
de ignorar y burlar lo recitado
cual si mi rota voz fuere un balido,

mas yo recogeré cuanto he cantado
y así, al tronar de mi último latido,
los versos me dejen amortajado.

Adiós.

jueves, 22 de marzo de 2012

Soneto XIII

Maldigo el sudor que danza en tu cuello,
ruin surcador de tu cuerpo desnudo,
belleza pura a que en sueños acudo,
sutil corona de cuerpo tan bello.

Maldigo las hebras de tu cabello,
enzarzada hiedra en tu piel y escudo
frente a mis dedos, que hacen de mí mudo
testigo de tu huida en un destello.

Maldigo mi suerte, aurora insolente,
verdugo final de mi alma, la luna,
ángel armada con fuego candente.

Rocío el sudor la noche inclemente,
cabello tu voz, que suave me acuna;
y muerto ando yo, vacío y silente.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Soneto XII

Va por ti.

No hay poesía más bella que tus ojos,
ardiente luz de sempiterna lumbre,
poderosa razón de mansedumbre
que ata, en el suelo, fitos mis hinojos.

No hay poesía, dueña de mis congojos,
que raspe de mi corazón la herrumbre
y dé mi alma muerta a la muchedumbre
convertida en la mies de los rastrojos.

No hay poesía más bella que tu cuerpo,
templo inmortal de infinitas virtudes,
semilla, sal y fruto de mi huerto.

Rebana de cuajo mis solitudes,
el poeta abandonado quede muerto
para darte todas mis gratitudes.

lunes, 5 de marzo de 2012

Pasión castiza

Sentido homenaje a don Federico y los Camborios.

Rosa, la de los Camborios,

gime sentada en su puerta,

con sus dos pechos cortados

puestos en una bandeja.

Romance de la Guardia Civil,

Federico García Lorca


Una bella flor es Rosa,

más que su hermana Clavel,

que aún so la influencia de Virgo,

siempre la sigue envidiosa

por su caminar altivo,

su mirada poderosa

y su risa de papel.


En sus manos, abanico,

un pañuelo de satén

rojo cuando mana sangre,

desde su manga, al hocico.

Recta espalda, largo cuello,

blanca cara, busto rico,

usa hiedras de sostén.


Y por mucho que le duela

no es señora, ni condesa.

Es gitana. Sí. Gitana.

Y bruja, como su abuela;

no buena, como su mare;

es malvada, es sanguijuela.

Y hermosa. Sí. Una princesa.


Rosita tiene un gitano,

es su amigo y su querer,

le canta saëtas tristes

agarrándole la mano.

Él, ardiente de deseo,

la arrastra hasta un avellano

haciéndola su mujer.


Sueña que es un olivero

siempre que hacen el amor,

comiendo su amargo fruto

por las matas de romero.

Siente dicha la avellana

por su gozo aceitunero

sin remilgos de dolor.


No tiene para comer,

solo tiene su belleza

y, a escondidas de su hermana,

de noche se deja ver

en oscuros lupanares.

Dándoles a otros placer

se alimenta su pobreza.


Zacarías, el pastor,

tiempo ha que la corteja,

y a su amigo Aceitunero

quiere robarle la flor.

Ha bebido un par de vinos,

reúne todo su valor

y le susurra a la oreja:


“Primo, sabes que en tu nombre

he alzado rojos tizones

y te quiero como hermano.

Ahora arde una pesadumbre

color de Rosa en mi pecho.

Moriría por ser su hombre,

oye a nuestros corazones”.


Aceitunero, iracundo,

lo maldice y le golpea

escupiéndole en la cara

cual si fuese un vagabundo.

“Tú ya no eres más mi primo.

Te mataré, ser inmundo,

la próxima que te vea”.


El buen gitano ofendido

deja muerto al despechado,

que, llorando, se retira

desconsolado y vahído.

Hasta que un día una moza,

piensa él que se ha perdido,

busca ansiosa a este enlutado:


“Soy hermana de la Rosa.

Mi nombre, amigo, es Clavel,

y de ella podría contarte

una cosa deshonrosa

con que será repudiada

y para ti, esplendorosa,

que yo me quedo con él.


Aunque mi hermana lo esconde,

sé dónde va cada día

cuando el sol cae y en las calles

ya no hay labriegos ni condes.

Ella es una meretriz

y te puedo decir dónde

está la su mancebía”.


El pastor la sigue y ve

a Rosita cortesana,

con los dos pechos bien prietos,

amagado con Clavel.

Mira alegre a la traidora:

“Ahora veo esto y sé

lo que pasará mañana”.


Aceitunero entre olivos

tiene su casa y su lecho.

Zacarías, afanoso,

le encuentra entre los nativos.

“Ven conmigo, primo, y ve

a Rosita con los vivos

dando, por dinero, techo”.


Los dos gatos escondidos

enfrente a la mancebía

vieron entrar a Rosita

a un hombre, en brazos, cogido.

Zacarías le sonríe

con los ojos encogidos:

“Primo, ya te lo decía”.


Aceitunero dispara

cuatro balas de pistola,

le responden perdigones

que le pegan en la cara.

El cliente sale huyendo,

ella, asustada, repara

que han matado a su amapola.


Su familia se ha enterado:

prostituta y repudiada.

Abandonada a su suerte,

la cabeza le han rapado.

No hay tiempo para los llantos,

la venganza la ha llamado,

retorcida y estudiada.


“En pago por mis pecados,

de éste y otros malos hechos,

para no ensuciar mi nombre

ni el de mis antepasados,

Dios, en tus manos mi muerte

llegará cuando, alarmados,

sangre mane de mis pechos”.


Culebrilla, ojos de sapo,

huevos de arpía, al caldero

y ahora mezcla, con su sangre,

las tripas de un gusarapo.

Unta ahora su mejunje en

un, hecho de lana, trapo.

el pastor caerá primero.


Llega la Guardia Civil,

acusa al pastor de robo,

quien, cautivo y asustado,

solo piensa en huir.

Es al grito de “Abran fuego”

cuando su cuerpo servil

abona a los algarrobos.


Unta ahora, Rosa, el clavel:

“Tú, bastarda hermana mía,

traicionera y envidiosa,

acabarás como él.

Muerte lenta y dolorosa

por descubrir el burdel

donde no hallaba alegría”.


Y Clavel de mis amores,

que paseaba por el campo,

oyó ruidos asesinos

llegando de alrededores.

Cien perros, ni más, ni menos,

le arrancaron con dolores

las carnes sin oír su llanto.


Bruja, puta, abandonada,

huérfana de desposorios,

viaja lejos de su casa

contando a las alboradas

su historia. La historia triste

de quién después fue llamada

“Rosa, la de los Camborios”.

jueves, 20 de octubre de 2011

Soberbia III

-III-

Pasó una semana entera desde que aquel cortesano trajese el libro cuando Fernán no pudo evitar perder los nervios.

Meses atrás el abad le encomendó que buscase información en diversas fuentes sobre los pecados capitales que recogiera el Papa Gregorio I el Magno muchos siglos antes y que fueron previamente revelados por Juan Casiano, uno de los padres de la Iglesia. Él se había ocupado en recoger cuantos testimonios encontró y ya había empezado a escribir su propia versión, traduciendo y adaptando lo que escribieran otros previamente. Según el propio abad, ese libro sería una buena recopilación muy válida para los futuros novicios y monjes que quisiesen aprender los caminos de Cristo.

Fernán no paraba de pasear por el claustro un tanto alterado. Desde la noticia de que él o Mateo podrían trabajar con el extraño códice sureño, había dejado de escribir el suyo, pues no era capaz de centrarse en el que tenía entre las manos. Mateo, sin embargo, no paraba de trabajar. A él se le había encomendado un Libro de horas para el barón de Santa María del Madero, que contaba con gran cantidad de rezos y salmos, así como las ilustraciones del hermano Lucas, un muy buen miniador.

Sabía perfectamente que tenía muy pocas posibilidades de conseguir el trabajo: Mateo era un hombre con mucha experiencia, mientras que él solo tenía veinte años, hasta hacía muy poco era un novicio y sus hermanos de la Orden no le habían ungido los pies en señal de reconocimiento como monje benedictino.

Por suerte aquel día tenían tiempo libre otorgado semanalmente, que podían ocupar en cuanto quisiesen, siempre y cuando se ciñesen a su vida monástica. Él solía aprovechar aquellas tardes para visitar a su hermana.

Embutido en su hábito negro caminó por las callejuelas de Santo Domingo de Silos. La poca gente que se iba encontrando a esas horas le saludaba con una ligera y respetuosa inclinación de cabeza. Sin embargo, muchos sabían adónde se dirigía y no les gustaba.

La casa en la que vivía su hermana estaba apartada del núcleo del pueblo y no por casualidad. Una sempiterna columna de humo borboteaba del agujero que servía de chimenea de la pequeña choza de madera. Antaño vivieron allí los dos con sus padres, prácticamente hacinados y sin ninguna movilidad, pero unos años atrás su padre fue acusado, por una turba de vecinos descontentos, de brujería. Inmediatamente el hombre tuvo que huir, acompañado de su esposa, y dejando atrás a sus hijos.

La infamia de su padre le había traído siempre problemas a Fernán. De muy joven sintió la llamada de Dios, pero en el monasterio no le pusieron las cosas fáciles para acceder como novicio. Le hicieron pruebas de lectura, le plantearon acertijos e incluso le hicieron recitar de memoria pasajes de la biblia, y aún así, tras demostrar que era un niño capaz e inteligente, muchos monjes recelosos adujeron que alguna artimaña de su padre había detrás, aunque a regañadientes le aceptaron en la Orden.

Su hermana Isabel no tuvo tanta suerte. Más joven que él, nunca se juntó con otros niños, salvo una niña hija de un amigo de su padre. Siempre cerrada y misteriosa, había contribuido a perpetuar e incluso agrandar el mito sobre su padre y, desde que vivía sola, sobre sí misma. La gente la temía y la llamaba Isabel, la bruja, pero siempre en susurros, temiendo llamar sobre ellos su posible furia demoníaca.

Fernán no creía aquellos rumores. Su padre no era un brujo, y su hermana mucho menos. Simplemente él conocía remedios y curas con las plantas de la región y algunas canciones antiguas y las había enseñado a sus hijos. Nada más. Isabel era para el joven monje la única familia que parecía quedarle, consuelo y consejera.

Llamó a la puerta y la abrió ligeramente para acceder a la vivienda.

- Ave María purísima.

- Sin pescado en la cocina.- respondió una voz detrás de una columna de humo que olía a romero.

El monje se enfurruñó mientras entraba y buscaba una silla.

- Sabes que no me gusta que hagas esas bromas, Isabel.

- Y tú sabes que aquí no te hacen falta esos formalismos. Toma, prueba esto a ver si te gusta.

Su hermana se acercó a él con una larga cuchara de madera rebosante de algún potaje de los que solía cocinar. Isabel, de dieciséis años, era una chica aparentemente normal de su edad, con la madurez que otorga la vida solitaria. De su padre había heredado, entre otras muchas cosas, la predisposición al pelo cano, y algún hilo blanco se veía por entre la maraña frondosa de pelo negro. Cuando se les veía juntos costaba adivinar que eran hermanos, tanto por el porte, tímido el de uno y bravo el de la otra, como por la altura, pues la enorme estatura del monje superaba en medio metro al de la joven.

- Está en el punto justo, muy rico.

Isabel regresó al caldero, lo descolgó y apartó del fuego y se sentó con su hermano. Debía admitir que aquellas visitas le agradaban, eran un punto de inflexión en aquella vida tan solitaria que acostumbraba a llevar.

- ¿Cómo va todo por aquí?- preguntó el monje.

- Esto es un no parar, aún estoy limpiando la suciedad que dejó la fiesta que montamos al rey hace dos días. ¡Justamente coincidió con el paso de tu querido Papa por el pueblo! ¿No te lo dije?

Fernán acogió su respuesta con sorna. ¿Qué iba a pasar en la vida de Isabel que no fuese rutina o secreto? O una unión de las dos.

- ¿Y las gallinas? ¿Paren muchos huevos? Igual en esta época, con el calor, les cueste menos incubar, ¿no crees?

Isabel enarcó una ceja y miró a su hermano con ojo crítico.

- A ti te pasa algo.

El monje se mostró acalorado para guardar las apariencias.

- ¿Pasarme a mí? Nada, no me pasa nada.

- A mí no me engañas, seguro que en ese monasterio está ocurriendo algo. ¿Algún lío de faldas con algún monje?

- ¡Santa María madre de Dios!- Fernán se santiguó rápidamente- No oses decir esas cosas, por lo que más quieras.

- ¿Qué pasa? Siempre me han resultado extrañas las faldas de esas sotanas que lleváis, y entre tanto hombre con voto de castidad…

Fernán le puso una mano abierta frente la cara.

- No prosigas por ahí, por favor.

- Está bien, está bien- Isabel se levantó y dio un par de vueltas más al contenido del caldero-, pero a ti te pasa algo que no me quieres contar.

Claro que quería contárselo, pero no sabía cómo. O, mejor dicho, no sabía de qué modo contárselo para no parecer un niño avaricioso.

- Aunque no es nada importante- empezó con cierta vacilación-, algo sí que puede estar pasando en el monasterio.

Esperó algún comentario de su hermana, pero ésta no habló, incitándole así a seguir con su relato.

- ¿Conoces a Lope de Lerma?

Isabel hizo memoria mientras probaba ella misma aquello que había cocinado.

- Alguna vez lo he visto, pero nunca he llegado a conocerle. Anda por ahí como su fuese un gran conquistador. ¿No dicen que tiene a sus hijos en tu monasterio?

- Sí, allí están. Hace una semana vino y entregó al monasterio un libro que había rescatado en Granada.

Los ojos de Isabel pasaron del entendimiento fraternal al más vivo interés. Su padre, por suerte para ambos, les había enseñado a leer, y los dos eran conscientes del poder que esconden las páginas de los libros. Cómo la diferencia entre un hombre letrado y uno analfabeto puede suponer el conocimiento de múltiples áreas de la vida, y aquello era lo que realmente le interesaba a Isabel: saber.

- ¿Qué clase de libro?- la muchacha volvió a sentarse ante su hermano.

- Es una maravilla, Isabel, deberías verlo. Es bastante grande, aunque no tanto como los que usamos para las partituras de los salmos y cantos. Apenas he podido verlo, pero trata sobre los pecados capitales, ¡el mismo tema sobre el que estoy escribiendo yo, Isabel! Sus dibujos son poco más que divinos, obra de algún iluminado que abrazara la fe en Jesucristo en el sur.

- ¿Y qué ocurre con ese libro que te preocupa tanto?

- El padre Miguel quiere que se traduzca y mejoren sus dibujos aún más si cabe. Sin embargo, está decidiendo quién lo hará, si el hermano Mateo o yo.

- Y quieres ser tú quien lo haga.

- Así es.

Lo entendía perfectamente. Ella era capaz de cualquier cosa por alcanzar sus ambiciones.

- ¿Qué tendría que ocurrir para que fueses tú quien consiguiese ocuparse del libro?

- Tendría que demostrar rapidez y eficacia en mis otros escritos, un buen conocimiento del árabe, una buena caligrafía…

- Todo eso lo tienes, ¿no?

- Sí, pero él es más veterano. Me saca muchos años de ventaja, ha escrito multitud de tomos, ahora mismo está terminando un libro para el barón de Santa María del Madero. De hecho, se lo entregará dentro de unos días, vendrán al monasterio él y unos cuantos camaradas de su Orden.

En los ojos de Isabel brotó una repentina chispa. Fernán la conocía bien y sabía que se le había ocurrido algo. El problema era que, si bien los planes de su hermana solían ser efectivos, no siempre eran del todo morales.

- Podrías boicotear el libro de ese tal Mateo.

Fernán se apresuró a negar con enérgicos movimientos de manos y cabeza.

- Jamás osaría en hacer tal cosa.

- ¿Por qué no? No te estoy pidiendo que hagas nada malo, piénsalo bien. Mateo dices que es rápido, muy bueno en terminar libros en poco tiempo. ¿Verdad?

El monje le respondió con un ligero asentimiento.

- ¿Sería raro pensar que, con tanta prisa, Mateo se haya equivocado en algún escrito? Quizá donde quiso decir pena ha escrito pene, son errores humanos. Supongo que entiendes a qué me refiero.

Fernán la entendía, pero no quería seguir escuchando. Le horrorizaba la idea, pero lo que más le revolvía el estómago era que su hermana tenía razón. Tal vez aquella fuera la única forma de conseguir ganar prestigio a costa del hermano de la Orden.

Mientras tanto, Isabel se levantó, buscó entre diversos potingues de un pequeño armario colgado de la pared y se lo lanzó al monje.

- Toma, te hará falta.

El joven investigó el contenido del frasco y vio un líquido de color verde terroso, con ligeros posos de algo que no reconoció flotando.

- ¿No será veneno, verdad?- preguntó con cierto temor a saber la respuesta.

Isabel, muy a su sorpresa, rió.

- ¿Veneno? No seas tonto. Es valeriana para que te ayude a dormir. Tienes cara de no haber pegado ojo desde hace muchas noches.

El monje guardó el frasco, aliviado, en el interior de su hábito, mientras acercaba la silla al caldero aún humeante.

- ¿Te importaría darme un poco? Las cenas del monasterio no son muy copiosas, precisamente.

El suero de Isabel le había servido de bálsamo perfecto. Las dos noches que le precedían desde que visitara a su hermana habían sido convulsas, plagadas de sueños en los que se veía a sí mismo humillado bajo la sombra del hermano Mateo. Él mostraba su Libro de horas al barón, éste lo contemplaba con entusiasmo mientras el abad Miguel repetía constantemente: “Sabía que no podía confiar en Fernán”. Y él pedía clemencia, exigía que se repasasen sus escritos, demandaba un poco de atención. La segunda noche es sorprendió a sí mismo despertándose a gritos: ¡No soy tan bueno como ella! ¡No soy lo que querías que fuera, soy lo que yo quise ser!

El grito retumbó en su celda y le devolvió a la realidad. Las noches de verano burgalesas solían ser frescas y, aun así, Fernán sudaba a chorros. ¿Ella? ¿Qué demonios había estado pensando?

Saltó del jergón y empezó a caminar en el pequeño espacio que consideraba suyo, a pesar de su voto de pobreza (“digan lo que digan, esta es mi celda”, se repetía en ocasiones). Pensaba en Mateo y en sus sueños y como San Agustín en el pasado, él tuvo un debate con su propia conciencia, preguntándose en voz alta y respondiéndose mentalmente.

- ¿Qué debería hacer?

Quieres escribir ese libro, Fernán.

- Pero, ¿quién me dice que no voy a hacerlo? El abad confía en mí.

¿Eso crees? ¿Acaso no es Mateo el más experimentado de los copistas? Y un buen traductor de la lengua árabe.

- Más motivos a mi favor. Pese a mi juventud y su experiencia, el abad se plantea mi nombre para la tarea.

De acuerdo, pero mañana vendrá el barón, ¿qué ocurrirá?

- El barón se confesará con el abad y Mateo le dará su Libro de horas.

¿Y?

- El barón agradecerá a Mateo el trabajo, ensalzará la grandeza del monasterio y la buena política del abad.

¿Y tú qué estarás haciendo mientras tanto?

Fernán fue incapaz de responderse a sí mismo, pues sintió una enorme y repentina desolación.

Exacto, siguió divagando su mente, no estarás haciendo nada. Mateo hará que el barón tenga en cuenta la habilidad de nuestro scriptorium, y el abad dará el libro a Mateo para que lo copie él, que tan buenas opiniones ha llevado al templo.

- ¿Y qué hago? No puedo escribir nada bueno de aquí para mañana. ¡Por los pozos del infierno! No debí abandonar el tratado que me pidió Miguel.

Aún puedes hacer una cosa. Piensa en el consejo que te dio Isabel.

- ¿Boicotear el Libro de horas? No me veo capaz de ello.

¿Por qué? Recuerda de quién eres hijo, la predilección por esas acciones corre por tus venas.

- Pero si me pillan, las consecuencias pueden ser nefastas.

En cambio, si no lo hacen, podrá ser todo maravilloso.

- ¿Y qué hay de mi alma? Debo confesárselo al abad para permanecer sin mácula.

Si consigues que el abad te otorgue la tarea de traducir y reelaborar el libro, ya será suficiente penitencia, pues sin duda te ocupará toda la vida, o muchos años de ella, completarlo.

El monje empezó a sentirse envalentonado.

- ¿Y si fracaso?

Si fracasas, Fernán, no habrá ningún pecado que confesar, pues no se habrá llevado a cabo en sus últimas consecuencias.

Miró, de repente, la puerta de la celda, como si algo le empujase a abrirla y salir corriendo. Sin embargo, se contuvo y se acercó a ella con fingida tranquilidad. Abrió la puerta y asomó la cabeza con lentitud, confiando en que sus hermanos estuviesen extenuados del trabajo del día anterior.

Mientras se dirigía hacia el claustro miró la luna y, por su posición, intuyó que aún faltaban unas cuantas horas para maitines, tiempo más que suficiente para llevar a cabo su improvisado plan.

Como si de un gato se tratara, cruzó el claustro oculto en las sombras que le proporcionaban las columnas y su hábito benedictino, negro como la más oscura de las noches. El camino hasta el scriptorium se le hizo más largo que nunca, mientras se maldecía a sí mismo por acometer un acto tan atroz en la casa de Cristo.

Con un golpe seco y firme abrió la poca protección que contaba la puerta de la biblioteca. Al encontrarse dentro del monasterio, donde solo los monjes permanecían por la noche, el abad había establecido un tono de complicidad con sus hermanos y no veía necesario ningún excesivo nivel de seguridad, dado que por el día era un lugar transitado a todas horas y ningún secreto guardaban para los benedictinos, si acaso servía para detener algún animal nocturno que se colara en el edificio.

No le costó orientarse por la sala, pues él era uno de esos que apenas salía de la biblioteca y el scriptorium salvo para las comidas y los oficios, aunque su trabajo como copista y traductor le permitía saltarse algunos de éstos. Pasó de largo el sitio que solía ocupar él para trabajar, en dirección al de Mateo. La mesa, ligeramente inclinada, contaba en la parte inferior de un cajón donde los monjes guardaban sus enseres. Fernán echó mano del que tenía ante sí y encontró lo que buscaba: el estuche que utilizaba Mateo para escribir.

El nerviosismo que se había adueñado de él instantes antes se había disipado con la proximidad de su acto de boicot. Ya no le parecía una aberración, sino un buen tirón de orejas a uno de sus hermanos, que se había vuelto un tanto engreído. ¡Alguien debía bajarle los humos!

Del estuche extrajo un cálamo y un pequeño bote de tinta. Por las horas de inutilidad, ésta se había solidificado, pero con la precisión de un experto, Fernán la sometió a unos cuantos meneos con la pluma y, poco a poco, fue tomando la consistencia adecuada para escribir. De la misma cajita extrajo un estilo de metal, instrumento semejante a un cuchillo, que se usaba para rascar el pergamino con doble función: alisarlo, para facilitar la escritura y, en ocasiones, llegar a borrar todo rastro de tinta.

Abrió el Libro de horas del barón, que reposaba sobre la mesa de trabajo, y eligió una página al azar. Con el estilo, y sin seguir orden alguno, se puso a borrar palabras y a escribir otras carentes de sentido, soeces e insultantes con una caligrafía tan idéntica a la de Mateo que parecía haberla escrito él mismo. En un arrebato creativo, incluso llegó a dibujar penes enormes y desproporcionados a los hombres que ilustraban el libro desde las miniaturas, y a las mujeres las llenó de pezones rezumantes de leche por todo el cuerpo. Incluso dibujó con un curioso acierto a un perro fornicando con una prostituta. El barón debía sentirse horrorizado del libro a primera vista, no cuando se encontrase en su casa y se detuviese a leerlo con tranquilidad.

Cuando se vio a sí mismo satisfecho y saciado, extrajo del pequeño maletín un trapo oscurecido por las múltiples horas de trabajo, que servía para limpiar el estilo y el cálamo, lo guardó todo en su sitio y salió del scriptorium con el mismo sigilo que empleó para entrar.

De un rápido vistazo miró la luna y comprobó que había avanzado en el cielo más de lo que se había imaginado y que disponía de poco tiempo para llegar a su celda, pedir perdón a Dios por el acto que acababa de cometer y por el que debía emprender el día siguiente, y echarse en el jergón y simular un sueño profundo hasta llegado el momento de la oración matutina.

Cuando la mañana siguiente cantaba los rezos con sus hermanos, Fernán no pudo evitar sentir cierto sentimiento de culpa. Aprovechó los cánticos para, interiormente, seguir pidiendo el perdón de Dios. Se acercaba para escuchar los cuchicheos de sus compañeros, por si alguno hablaba de la biblioteca o de Mateo, pero para su alivio, nadie parecía haberse dado cuenta de la fechoría nocturna.

Sin embargo, su pasajero estado de calma se truncó cuando una gran comparsa de caballeros entró en el monasterio. Encabezados por el barón, cuatro caballeros con los emblemas de Santiago y acompañados de sus respectivas comitivas tomaron ruidosamente el patio, a total discordancia del silencio que solía reinar allí. Fernán sólo reconoció a don Álvaro, barón de Santa María del Madero, y a don Pelayo, que solían visitar con cierta asiduidad el monasterio.

Parte de la comitiva era un grupúsculo de mujeres jóvenes que seguían muy de cerca de don Pelayo. ¿Su hija, quizás?, se preguntó Fernán. No le importaba la cercanía de mujeres, al fin y al cabo su confidente, después de Dios y su confesor, era su hermana. Sin embargo, había otros monjes que no toleraban en exceso la presencia de mujeres allí, los unos por la desconocida tentación hacia su sexualidad, los otros por considerarlas el mal bíblico.

También vio a un hombre que, a primera vista, pensó que se trataba de Lope de Lerma. El parecido era asombroso, salvo porque este hombre era mucho mayor, tal vez era su padre, tenía entendido que formaba parte del séquito del barón.

El abad Miguel les recibió con toda la pompa que precisaban y mandó a las monturas a la caballeriza. Los caballeros irían a rezar y ofrecer al santo una ofrenda para dar gracias por algo que había ocurrido, Fernán lo desconocía. De hecho, poco interés le despertaba aquella visita, de modo que decidió marcharse.

- Fernán, ven aquí.

El abad vio cómo intentaba zafarse de la multitud y lo llamó cuando estaba prácticamente apunto de desaparecer. El corazón del monje dio un vuelvo. Sabía que era imposible, pero hasta que todo el asunto del boicot hubiese pasado, sentía que cada vez que alguien le llamaba era para inculparle. Medio cabizbajo se acercó a su superior.

- ¿Padre?

- Acompáñanos, Fernán. Necesito un escriba. Después de que den constancia ante Dios de la ofrenda, hay que dar constancia ante los hombres.

- Por supuesto.

El monje siguió al abad, que le llevó al scriptorium para que cogiese sus materiales de escritura. El joven seguía pensando que una peligrosa mano del pecado se cernía sobre él, y no pudo evitar ponerse nervioso mientras buscaba sus bártulos, llegando incluso a tirar al suelo alguno de ellos.

Mientras recogía, los caballeros entraron al scriptorium para sorpresa de los dos monjes.

- ¿Ya está hecha la ofrenda?- preguntó el abad.

- Solo había que dárselo al vicario y dar gracias a Dios, ¿cuánto más se puede tardar en hacer eso?- dijo uno de los caballeros desconocidos.

- Nos han dicho que estaría aquí, padre- intercedió don Álvaro-, podemos formalizar aquí la entrega, si le parece.

Miguel se encogió de hombros.

- No hay problema, adelante.

Fernán se sentó en su mesa, tomó un trozo de pergamino y dispuso todos sus aparejos para escribir lo que le dictaban.

- Apunta- exigió el abad-, el decimoquinto día de julio del año del señor 1280, siendo abad de Santo Domingo de Silos don Miguel, la Orden de Santiago entrega cuatro reses, doce corderos y bisutería granadina en honor del santo y a la gloria de Dios, por interceder en el funesto futuro de la Orden.

El monje hizo el punto y final. Aquel trozo de pergamino se entregaría al vicario, quien tomaría especial cuidado de cuidar tanto de él como de lo que decía.

- Permitidme la pregunta indiscreta, pero ¿qué es lo que ha pasado?- dijo el abad.

Don Pelayo se adelantó a la distante mente del barón y respondió por él.

- Tras la batalla de Moclín, la Orden estuvo a punto de desaparecer. El rey tomó cartas en el asunto y, para evitar la disolución, ha integrado en nuestras filas a la Orden de Santa María de España, que él mismo fundó, y ha nombrado a su maestre, don Pedro Núñez, maestre de la Orden de Santiago.

El abad asintió emocionado.

- Es un rey sabio, ya lo dicen en París, y magnánimo. Ha antepuesto a la Orden del patrón antes que a sus propios deseos.

- Así es. La Orden de Santiago sigue viva, nadie podrá borrarnos de los libros.

Como si de un resorte se tratara, aquellas palabras activaron el cansado cerebro del barón.

- ¡Libros! Un monje de aquí me envió una carta diciendo que tenía un libro terminado para mí.

El estómago de Fernán dio un vuelco y la bilis le subió a la garganta. Miguel, por su parte, no pareció notar el gesto de disgusto del joven monje.

- Por supuesto, ahora mismo le llamo. Aún no he visto el libro, pero es un muy buen copista y traductor, verá cumplidos todos sus deseos, barón.

Miguel se asomó a la puerta del scriptorium y, poco tiempo después, Mateo entró a la sala, como si hubiese estado fuera esperando que le avisaran. La satisfacción poblaba su rostro. A Fernán le pareció como si supiese algo que los demás no sabían, sobretodo cuando posó sobre él su mirada. Entonces cayó en la cuenta. ¡El abad le había dado el libro granadino para traducirlo! ¡Mateo le había ganado!

Fernán empezó a temblar ligeramente de rabia, pero puso todo su empeño en que no se notara. Si hacía un rato tenía miedo por qué podría pasar con su boicot, ahora sentía una extraña sensación de malicia y ganas de reírse de su hermano.

- Mi buen barón- dijo Mateo tomándole las manos al envejecido caballero-, me honra poder darle el fruto de muchas horas de trabajo y contemplación- soltándolo, se dirigió hacia su mesa y buscó el libro donde lo guardara. Fernán creía haberlo puesto en su sitio, pero empezaron a saltarle dudas. Para su alivio, el libro estaba donde tocaba-. Este que tenéis aquí es el libro de horas hecho especialmente para vuestras oraciones y rezos. Tomad, abridlo.

Don Pelayo tomó el libro y ayudó al barón a ojearlo. Empezó a pasar hojas del pergamino casi sin mirar, pero algo de pasada le llamó la atención. Volvió atrás y se acercó para ver qué era. Entonces fue cuando se percató de los dibujos obscenos, las palabras retocadas, las blasfemias que ocupaban gran parte del escrito.

- ¡Personas fornicando! ¡Y con animales! Penes, vaginas… ¡aquí dice “Como dijo Jesucristo, a las putas lo que es de Dios y al César lo que es del César”! ¿Qué demonios es esto?

Fernán permaneció inmóvil, pero Miguel y Mateo saltaron para ver aquello. No daban crédito ni uno ni otro. El abad tenía a Mateo por un hombre serio, incapaz de hacer cosas así, pero parecía haberse equivocado. En cambio, Mateo sentía que iba a desmayarse, la sangre dejó de bombear por su cuerpo.

- ¡Por la santa corona de Cristo! ¿Qué has hecho, Mateo?- le recriminó el abad.

El monje negaba vehemente con la cabeza, aquello era imposible.

- Yo no… yo no…

- Mateo, exijo que me expliques qué es esto. ¿En qué estabas pensando para hacer esto? Es ofensivo y desagradable.

- ¡Yo no he sido!- exclamó Mateo.

- ¿Y quién va a ser, si no? Solo tú tienes acceso al libro, todos los demás copistas están ocupados.

Todos no, pensó Fernán, y Mateo lo sabía. Un destello de luz iluminó sus ojos, y entendió quién había sido y porqué. Haciendo acopio de la poca fuerza que le quedaba antes de desfallecer, levantó la mano para señalar a Fernán, que se había puesto completamente rojo de miedo. Por suerte para el joven, uno de los caballeros habló.

- ¡Ha sido Arnaldo!

Todos le miraron extrañados, sin saber de qué Arnaldo hablaba.

- En mi tierra, León, hubo un monje llamado Arnaldo, que llenaba los escritos de blasfemias. Fue ajusticiado por un rayo de Dios y su alma vaga atormentando a los copistas para escribir cosas como las suyas y llenar los libros de dibujos así.

- ¡Arnaldo el maldito! ¡Conozco la historia!- dijo Miguel- Murió mientras profanaba los textos de San Isidoro el día de su festividad.

El abad miró a Mateo con lástima. Nunca había creído en aquella historia, pero ahora quería creer. Era indómito que el bueno de Mateo hiciese cosas así.

- Mateo, ve al refectorio. Después hablaré contigo…

El monje, mareado y sin fuerza en las piernas miró al abad, a Fernán, y a Miguel nuevamente. Sabía que le había ganado jugando sucio, pero no podía demostrar que había sido él. Solo le quedaba resignarse y esperar el momento en que pudiese responderle. Sin decir nada, y con la cabeza gacha, Mateo abandonó el scriptorium, dejando tras de sí un incómodo silencio que Miguel se apresuró en romper.

- ¡Hablando de libros! ¿Les he mostrado el que nos trajo don Lope de Lerma? Uno de vuestros vasallos, si no me equivoco, barón.

Don Álvaro miró a Pelayo, sin saber de quién estaban hablando. Éste, sin embargo, asintió con la cabeza y el barón recordó de quién se trataba.

- ¡Por supuesto! El bueno de Lope, lleva muchísimo tiempo tras el tabardo de Santiago. Muéstrame ese libro.

El abad se apresuró en mostrárselo, tanto para exhibir la gran obra como para apartar de los caballeros el libro de horas corrupto. Sin duda tuvo efecto: los caballeros se quedaron anonadados por la perfección y riqueza de los dibujos, ya que no podían entender qué decían aquellos caracteres árabes.

- ¿De dónde consiguió Lope este libro?- preguntó Pelayo.

- Lo trajo de Granada, no dudó en entregárnoslo para honrar a Santo Domingo, es un buen hombre y, sin duda, si algún día porta vuestros colores, será un gran caballero.

Pelayo miró al abad con cierto reproche. Sabía qué estaba pasando. Lope le daba el libro al abad y éste, a cambio, hablaba bien sobre él a la Orden. Las cosas siempre habían sido así, por más que no le gustaran; él era un guerrero, hijo de guerrero, nieto de guerrero… y el joven Lope era un niñato acomodado, hijo de un boticario y nieto de a saber quién. No le gustaba la idea de que el joven formara parte de su orden.

Al barón, sin embargo, le encantó la idea.

- Creo que me citaré con Lope y su padre, seguro que tendrá muchísimas cosas que contarme.

Tras esto, devolvió el libro al abad y todos juntos, en grupo, salieron del scriptorium. Sin duda cualquiera que hubiera visto aquella sesión desde fuera diría que había sido cordial y zanjada perfectamente, pero don Pelayo y Fernán, cada uno con sus propios temores, sentían que aún quedaba mucho por hacer.

martes, 4 de octubre de 2011

Soberbia II

Queridos lectores ausentes (vale, lo he copiado de otro blog, pero me hizo gracia y no miento), sigo ocupado con el concurso, estoy ultimando detalles, así que seguiré colgando los capítulos que sí puse en FB pero no aquí. Hoy vamos con el segundo. En un par de semanas, vuelta a la normalidad. Palabrita de niño Jesús.


-II-

Santa María del Madero, en aquella, su época de esplendor, bebía del río Arlanza y crecía en su ribera. Don Álvaro Fernández, señor de la baronía, quien la heredó de su padre otorgada por el difunto rey Fernando, gobernaba con mano de hierro, hecho que supuso la prosperidad del lugar a niveles nunca antes vistos.

Peregrinos de diversos lugares acudían allí a adorar la imagen que les había hecho famosos. Un viejo sacerdote ambulante trajo, en el pasado, rescatada de un templo que iba a ser saqueado a las afueras de Constantinopla, un fragmento de la Vera Cruz en la que había sido tallada una Virgen. El viejo dijo que la propia Madre de Dios le pedía residir allí para siempre, en la explanada castellana, sobre la que fue edificada Santa María del Madero.

Poco tardó en recibir a los orantes, creyentes y penitentes que, camino al monasterio de Santo Domingo, se detenían allí a adorar a la Madre de todos. Tal fue así que, no mucho tiempo después, los nobles de Burgos y Valladolid empezaron a celebrar allí grandes ceremonias y a dilapidar el dinero en pos de la creciente baronía, llegando a tomar la relevancia de otras localidades cercanas, como Lerma o Covarrubias. El propio Papa Nicolás III había expresado su voluntad de ir allí y bendecir la, sin duda, verdadera reliquia de la Santa Cruz, pero canceló su viaje, por malestar, se rumoreaba.

El fervor por ésta y por el dinero podía respirarse en el caluroso aire que les asediaba, como pocos años habían sufrido. Lope de Lerma, acompañado de don Sixto, su padre, conducía su caballo al trote hasta la pequeña fortaleza de su señor, don Álvaro.

Habían pasado varias semanas desde que luchara en Granada y su regreso no había sido tan triunfal como esperaba cuando se marchó. Desde entonces, no se había reunido con Álvaro Fernández. “Al menos no hasta que él te lo demande”, le decía su padre. Así fue hasta que, la mañana anterior, un mensajero del barón reclamó su presencia.

La vivienda del barón destilaba sobriedad, denotando su origen de emplazamiento sencillo llevado a tiempos de bonanza, solo con exquisitez en las zonas privadas del señor. Herreros, doncellas, peones y otros sirvientes campaban a sus anchas en un alarde de conformidad y bienestar con su señor. El propio Lope sintió cierta envidia, si bien no la exteriorizó. Sus sirvientes le habían abandonado poco tiempo atrás, tan solo quedándole el viejo camarero que le cediera su padre.

Fue, de hecho, el propio camarero del barón quien les recibió ante unas gruesas puertas de madera tallada.

- Don Álvaro les recibirá inmediatamente.

El ayudante de cámara se retiró por una puertezuela lateral, dejándolos solos y en silencio.

- Si la recepción es inmediata, algo malo debe haber ocurrido.- anunció Sixto a su hijo.

Lope tenía la misma sensación que su padre. El barón gustaba de hacer esperar a los visitantes por el placer de que éstos se deleitaran con la belleza de su fortaleza y su magnificencia como líder. Realmente, aquella sala era digna de admiración: arcos de herradura entrelazados, obra de un maestro toledano, circundaban la habitación, protegiendo unas escasas, pero estratégicamente colocadas, ventanas, que dirigían su luz hacia el portón. En él, se veía la imagen del emperador Constantino tallando sobre la Cruz, con sus propias manos, la reliquia del pueblo.

Mientras la miraba, la puerta se abrió y, de nuevo, les recibió el camarero, invitándoles a entrar.

Cuando cruzaban el umbral, un joven fraile de aviesa mirada y ropajes benedictinos salió del salón. Cuando Lope cruzó los ojos con los suyos, se percató que, bajo el brazo, llevaba un abultado libro, que se ocupó en guarecer con recelo, mientras agachaba la cabeza y se marchaba.

Tras él, al final de un haz de luz proyectado desde la ventana, don Álvaro Fernández, barón de Santa María del Madero, esperaba sentado en una silla, en cuyos brazos apoyaba los codos pesadamente, mientras sus dedos se mezclaban en el canoso bosque que era su testuz. Vestía, a diferencia de otras ocasiones, el uniforme cortesano de la Orden de Santiago.

Lope reparó en ese detalle. Si antes había tenido alguna duda de la seriedad del motivo por el que había sido llamado, ésta había desaparecido completamente.

Mucho tiempo atrás, la Orden de Santiago solo aceptaba miembros hijos de la alta nobleza que demostrasen ser castellanos viejos y fieles al patrón de España, como llamaba el rey Sabio a sus tierras. Sin embargo, pasado el tiempo, los prerrequisitos fueron haciéndose, cada vez, más flexibles. Lope era noble, hijo de noble, nieto de noble… y así hasta los padres Adán y Eva, amén de haber mostrado su valía y fe para con la Iglesia participando en la reconquista sureña. Don Álvaro, caballero santiaguista desde la juventud, le había prometido que sería su padrino y le conseguiría acceder a la Orden. Pero el joven, tras ver la expresión abatida de sus gestos, no supo qué pensar.

- Don Álvaro- empezó su padre-, aquí nos tiene, a mi hijo y a mí, como ordenó.

El barón no dio atisbos de haberle escuchado, y su mirada se perdió en el vació del suelo bajo sus pies. Lope, por su parte, jugueteaba nervioso con la tela del camisón que vestía.

Sixto insistió.

- Don Álvaro…

Finalmente, éste pareció escucharle, y levantó los ojos para reconocerle. Como si le hubiese entrado un demonio por el culo, el barón se levantó de la silla rápidamente, tanto que ésta cayó, hacia atrás, al suelo.

- ¡Por el amor de la Madre, Sixto! No vuelvas a darme esos sustos, no me gusta que entre nadie aquí a hurtadillas. ¿Acaso no te ha visto Jaime?

Lope y su padre se miraron. Por lo visto, el padre del joven ya había vivido alguna situación similar con su señor, pues tranquilizó a su hijo con la mirada, pero a éste aquello le pareció bochornoso: el gran barón de Santa María del Madero había envejecido de golpe y chocheaba.

- ¡Jaime! ¡Jaime!

El camarero del barón entró, casi corriendo, por la puertezuela que utilizara antes y se acercó al barón.

- ¿Qué ocurre, señor? Aquí me tiene.

- Jaime, ¿por qué no me has avisado que venían Sixto y el chico?

Éste sacudió la cabeza mientras dirigía miradas furtivas al boticario, cargadas de preocupación. Sixto pareció entender qué quería.

- Ha sido culpa mía, don Álvaro. Teníamos tanta necesidad de verle que no le hemos dicho nada a Jaime, hemos entrado aquí directamente.

Álvaro les miró, mientras en su cabeza las ideas se iban montando las unas sobre las otras, hasta que, al fin, asintió.

- Que se quede aquí conmigo, entonces. Tengo que contaros algo muy importante.

Fue como si, de repente, volviese la cordura a su mente. Sus ojos parecían ya conscientes de quiénes estaban allí y porqué habían sido llamados. En un alarde de habilidad aún no perdida, enderezó la silla caída con el pie y se sentó en ella nuevamente.

- Me han dicho que estuviste luchando en Granada, ¿no es así, joven?

- Así es.

Lope no sabía para quién estaba hablando ahora: si para el hombre prematuramente envejecido o para el férreo señor de la fértil baronía.

- Y participaste en la batalla de Moclín, ¿puede ser?

- Participé, señor.

El barón volvió a levantarse, y esta vez dio una patada a la silla de tal magnitud que rompió una de sus patas.

- ¡Estúpidos! ¡Necios!- se giró hacia el joven- ¡Gente como tú es la que nos condenará a caer ante los moros! Os dejasteis llevar de la mano de uno de ellos a una emboscada, arrastrando con vosotros a mis hermanos…

- Nosotros seguíamos órdenes…

El barón, rápidamente, abofeteó al joven con extrema velocidad y precisión.

- ¡No me interrumpas cuando hablo!

Éste caminó de arriba abajo de la sala mientras gruñía imprecaciones, hasta que se detuvo delante del boticario.

- Dime, Sixto, ¿acaso te ha contado tu hijo lo que pasó?

El hombre, sin apartar la vista del barón, asintió con la cabeza.

- Me ha contado cómo se quedaron sin víveres…

- ¡Bien!- le cortó Álvaro- ¡Perfecto! Dime, Lope… ¿cómo puede ser que os quedarais sin alimento?

- Alguien envenenó nuestras reservas.

El barón rió con amargura y reemprendió su paseo, obcecado en sus blasfemias susurradas.

- Mira lo que dice tu hijo, Sixto. Cuando las tropas del infante se deciden a atacar Granada, la comida que traen se manifiesta en mal estado. Dime tú, como boticario, ¿es posible que eso ocurra de modo natural?

- Es prácticamente imposible- respondió-. El ejército está acostumbrado a tales situaciones y la calidad de su comida es revisada y controlada.

- Significa eso, entonces, que alguien la envenenó, como apunta tu hijo, ¿no?

- Sí, don Álvaro.

- ¿Y por qué motivo podría alguien envenenar las raciones de un ejército?

El barón arrastraba las palabras para que padre e hijo sintieran una fuerte humillación, cosa que estaba consiguiendo. Lope se estaba poniendo rojo de vergüenza y rabia a partes iguales. ¡No era culpa suya! ¡Tan solo seguía las órdenes que le dieron!

- Tal vez quisiera causar molestias a los soldados durante el combate, hecho que les debilitaría, aunque se necesitaría mucho veneno para conseguirlo. La otra opción…

- ¿Sí, Sixto?- le incitó el barón.

El boticario prosiguió tras tragar saliva, sabiendo que el barón le estaba ganando.

- La otra opción es que envenenaran una pequeña parte de la comida y sembraran la discordia sobre el resto de los víveres obligando a los peones, soldados rasos y caballeros a conseguirlos nuevos y escoltarlos.

Don Álvaro abrió los brazos en señal de victoria.

- ¿Y qué hicieron los muy inútiles? ¡Caer en la trampa!

- ¡Seguíamos las órdenes del infante Sancho!

Lope interrumpió, nuevamente, al barón, no sin cierto temor de recibir otro golpe. Lejos de aquello, don Álvaro le miró con tristeza y abatimiento, y acercó su cara hacia él, hablándole en susurros, aunque suficientemente audibles para los demás.

- ¿Sabes cuánta gente murió en Moclín, chico? No, ¿verdad? Casi tres mil personas. Tres mil almas cristianas entre las que podrías estar tú, mi buen Lope. ¿Y sabes qué es lo peor?

El barón extendió la mano hacia su camarero, quien le dio un pergamino perfectamente enrollado, y lo lanzó al pecho de Lope para que lo leyese. Éste lo abrió y, con detenimiento (pues apenas sabía leer correctamente más que cuatro salmos y algún poema goliardo) descifró aquellos signos. Don Álvaro, viendo la imposibilidad del joven, se lo quitó de las manos.

- Don Gonzalo Ruiz Girón, Maestre de la Orden de Santiago, falleció hace unos días a causa de las heridas sufridas en la batalla, como se anuncia en este pergamino.

Sixto hizo el signo de la cruz mientras elevaba una pequeña oración por el alma del caído.

- Con él- siguió el barón-, han muerto la inmensa mayoría de caballeros relevantes de mi Orden, y ahora no quedamos más que una docena de fijodalgos dignos en ella.

Lope, aunque joven, no era tonto y empezaba a atar cabos. Los caballeros santiaguistas más importantes, y en edad de seguir empuñando una espada, se encontraban con el Infante Sancho en Granada, dispuestos a tomar la Vega y a anexionarla a las tierras de don Alfonso. Si habían muerto todos, inclusive el Maestre, la cosa se había descontrolado.

- Significa eso… que la Orden

- Sí, joven- el barón intentó sentarse, pero se percató que había roto la silla y permaneció de pie-. La Orden de Santiago va a desaparecer.

Lope sintió cómo la sala empezaba a girar y una fuerza que emanaba de su pecho y le atraía hacia el suelo golpeaba sus sienes con fiereza. Había hecho todo lo posible por ingresar en la Orden, había jurado lealtad, había luchado en nombre del rey Sabio, había viajado hasta Compostela para que el obispo le absolviera los pecados en nombre del santo… y todo eso no había servido para nada.

- ¿Qué va a ocurrir ahora, señor?- preguntó Sixto, tan preocupado como su hijo, pero con la templanza necesaria como para poder hablar al respecto.

El barón negó con pesar.

- No lo sé. El rey aún no ha dicho nada al respecto, tenemos que esperar su veredicto, pero el asunto pinta feo, amigo Sixto. Aquí solo quedamos don Pelayo el Bravo y yo. Un par más viven en Burgos, tres en Toledo y los otros aguardan sus órdenes en Uclés, donde está la sede de los míos.

- Pero… yo…

- Me temo que no podrás formar parte de la Orden, chico. Créeme cuando te digo que lo lamento.

El joven sintió cómo un cuchillo le desgarraba el pecho y sacaba su corazón para, después, pulverizarlo. Se había centrado tanto y desde tanto tiempo en ser un caballero de la Orden, que no podía hacerse la idea de que todo había sido inútil, que ya no lo lograría, por mucho que se esforzara, por muchos regalos que entregase… ¡regalos!

- Don Álvaro, le traje de Moclín un regalo, para la Orden

- ¿Un regalo? ¿Qué es? ¿Oro?

- Un libro, señor, ricamente adornado y arrebatado al sureño que nos dirigió a la trampa.

El barón lo desdeñó con un gesto de la mano.

- ¿Libros? ¿Para qué quiero yo libros? De hecho, acabo de darle uno de los míos a un monje que se ha ido hace un rato.

Sixto acercó la mano hacia el brazo del barón para cogerlo en señal de intimidad.

- ¿Quién era ese monje, don Álvaro?

Éste entrecerró los ojos, intentando recordar el nombre que le diera.

- Jorge. Sí, eso. Se llamaba Jorge, un novicio de Burgos. Se va de viaje al extranjero y, por lo visto, se enteró que yo tenía un libro de nosequé filósofo, así que me lo ha comprado. Tonterías, había pensado, de hecho, en quemar ese libro, no sé ni cómo llegó a mí.

Lope sentía que su padre disfrutaba las conversaciones sobre libros y filósofos, pero él no sentía más que dolor y pesar. En un último arrebato de fuerzas preguntó al barón qué podía hacer él en esa situación, pero éste creyó que se refería al asunto de su libro de regalo, no a la Orden, de la que su mente equilibrista ya se había olvidado.

- Dáselo a los monjes. A ellos les gustan esas cosas.

Acto seguido, y sin mayor protocolo, el barón los invitó a dejar su fortaleza. Una vez lejos de los oídos del barón, Lope sintió que la anterior impotencia se tornaba en ira, y esa ira luchaba por salir desde su boca.

- ¿Qué se supone que vamos a hacer ahora, padre?

Sixto se encogió de hombros mientras salía de la fortaleza del barón y buscaba las caballerizas.

- Lo más importante ahora, hijo, es mostrar nuestro apoyo al barón. Debe ver que, en los momentos de flaqueza, como este, estamos a su lado. Cuando lleguen tiempos de bonanza se acordará y nos recompensará.

- Pero ya le has escuchado- insistió Lope-, la Orden desaparecerá, ya no queda nadie.

Como si el cielo les escuchara, en ese momento el rumor de unos caballos no muy lejanos interrumpió su conversación. Un hombre, no muy mayor, pero sí con la apariencia de haber sido curtido en un campo de batalla, apareció ante la fachada de la fortaleza del barón. Éste era un hombre de frondosa barba negra, como negro era su ropaje, coronado con el rojo escudo de los caballeros de Santiago. Tras de sí, como compañía, llevaba un séquito formado por sirvientes.

De entre ellos, una persona llamó la atención de Lope. Era una niña de poco más de doce años, embutida en una fina túnica de seda acompasada con la frescura del verano que dejaba ver sus neonatas curvas y permitieron al joven imaginar cómo serían los pechos, aún en desarrollo. Los imaginó pequeños y puntiagudos, un pezón enorme y sonrosado que apuntaba hacia donde, más adelante, amanecería un bello busto. Lope no pudo dejar de sentir un hormigueo en sus calzas con estos pensamientos. Durante un breve instante sus miradas se cruzaron. La niña se tapaba con un velo de obediencia y castidad, aunque dejando ver la beatitud de su rostro infantil. Su piel era clara, muy blanca, y su pelo, ondulado en algunos mechones, marrón casi grisáceo, como el cuerpo de una encina. Remataba la belleza de sus rasgos y sus gruesos labios un lunar en su pómulo izquierdo.

- Don Pelayo- dijo Sixto, mientras hacía una reverencia al hombre que capitaneaba aquella comparsa-, qué alegría veros por aquí.

El caballero refrenó su montura y saludó al hombre.

- Don Sixto, la alegría es mutua, aunque turbios son los motivos que me traen aquí. Debéis saber que no son éstos buenos días para la orden del santo patrón.

- Me temo que sé de qué habláis. Ahora mismo mi hijo, aquí presente, y yo acabamos de hablar con don Álvaro.

Don Pelayo reparó por primera vez en Lope. Lo examinó con rapidez y volvió su vista hacia Sixto.

- Entonces me permitiréis que os deje y me apresure a hablar con él.

El boticario reverenció, de nuevo, al caballero a modo de despedido. A un mandato de éste, la comitiva volvió a emprender la marcha hacia las puertas de la fortaleza. Lope y Sixto, por su parte, montaron sobre sus propios caballos y se dirigieron a las puertas de la población.

- Como te iba diciendo- insistió Sixto-, aún es pronto para actuar. Ya ha dicho don Álvaro que el rey aún no se ha pronunciado al respecto, no creo que deje morir tan fácilmente a la Orden.

Pero a Lope no le interesaban ya los problemas de la Orden. No podía apartar de su cabeza el exótico lunar de la joven acompañante de don Pelayo.

- ¿Quién era ella?- espetó de improviso a su padre.

- ¿Ella? ¿Quién?- Sixto miró hacia atrás por si aún conseguía ver al caballero y sus seguidores, aunque ya era demasiado tarde, les había perdido de vista.

- La niña.- Lope no pudo evitar sonrojarse.

- Ah… es Beatriz, la hija de don Pelayo. La tenía siempre recluida en su palacete, pero parece que ahora ya es mujer y quiere exhibirla para encontrarle un buen marido.

Lope imaginó que era él el elegido para ser el marido de aquella púberta belleza. Soñó despierto que volvían los días de hidalgo en su caserío, con su mujer hilando cualquier tontería que la tuviese entretenida. Bien sabía Lope que aquello era solo fachada, que después, con las doncellas, hablaba, y con los mozos fornicaba, pero no podía reprocharlo, pues él hacía exactamente lo mismo. O, por lo menos, lo hizo cuando estuvo casado.

El joven cortesano se casó seis años atrás con la hija de un boticario amigo de su padre, Susana de Burgos, cuando ésta contaba solamente con doce, igual que Beatriz. La Iglesia le prohibió tocarla durante un par de años, pero a él no le supuso ningún problema, pues tenía a mano múltiples meretrices gracias a su belleza juvenil y al dinero que tenía, tanto por su familia, como por su esposa. Susana le odiaba, casi tanto como Lope la odiaba a ella. Siempre la había considerado como una cría respondona y gorda, hecho que había intentado solucionar en diversas ocasiones a base de guantazos y prohibiéndole la comida, respectivamente. Sin embargo, lo único bueno que le trajo el enlace con la muchacha de Burgos fue la dote, un total de tres mil maravedís que le permitieron (y seguían permitiendo) que viviese a cuerpo de rey.

El día siguiente del encuentro con el barón no pudo evitar recordar a Susana, Dios le prohíba salir del infierno, pensó. Su esposa murió dos años atrás durante la fatídica noche en que dio a luz. Lope nunca supo si el Altísimo escuchó sus plegarias, o si, tal vez, impusiese un pecado a la de Burgos por su creciente impudicia con los sirvientes, pero había quedado encinta de trillizos. El todavía no formado cuerpo de la joven, aún con dieciséis años, fue incapaz de soportar a los tres niños, y nunca pudo levantarse de la cama en que los parió.

Diego, César y Carlos. Los tres asesinos de su joven madre, las tres vergüenzas de Lope. Tal idea fue la que quiso mostrar a la Corte y a los frailes de Silos cuando éste los donó al monasterio. Tres niños nacidos idénticos, y los tres con sangre en las manos nada más llegar al mundo, debían ser educados y controlados por los monjes para que, así, expiaran sus pecados.

Aunque primero pensó en aprovechar el alba para salir de Santa María, decidió esperar a bien entrada la mañana. Sabía que, tras Tercias, los monjes contaban con un buen rato de trabajo y estudio, momento que aprovecharía para tratar con el abad.

Debía admitir que, aunque ya había viajado muchas veces a Santo Domingo de Silos, la visión del monasterio siempre le había cautivado. Aquella construcción, cuyas últimas reformas aún no tenían un siglo, simbolizaba el máximo esplendor de la época que le había tocado vivir. Miles de peregrinos pasaban por el monasterio para tocar el sepulcro del santo y contemplar las maravillas de su claustro o la pieza de orfebrería de la propia tumba que muestra a Cristo y sus apóstoles.

Como supuso, llegó en el mejor tiempo para buscar al abad. Un monje lo recibió a las puertas del monasterio y le invitó a pasar con un gesto de su mano.

- Don Lope, qué sorpresa. ¿Deseáis ver a vuestros hijos?

- No; busco al abad Miguel, ¿está disponible?

- Para vos, siempre. Acompañadme.

El monje le guió hasta el refectorio, vacío en ese momento, y le dejó solo con la promesa de ir a buscar al abad. Pese a haberlo visto en las grandes misas que había celebrado en las ocasiones especiales, no conoció personalmente al abad hasta que llevó a sus hijos al convento. Lo poco que sabía de él era que su nombre no era realmente Miguel, sino que se llamaba Pedro, o eso le había dicho su padre. Desconocía sus apellidos. Por lo visto, una noche mientras dormía y el monasterio estaba en total calma, el arcángel Miguel se le apareció y algo le tuvo que decir para que cambiase su nombre por el del emisario celestial.

Al fin le vio llegar. Era un hombre con más de treinta años, aunque menos de cuarenta, supuso Lope. Al contrario que mucha gente en aquellos tiempos, su vida prácticamente acomodada le había permitido mantenerse joven a esa edad, en la que ya muchos empezaban a caer víctimas del tiempo o alguna enfermedad de cura desconocida. Por su parte, conservaba el pelo, aunque cano en su mayoría, y alguna arruga alrededor de los ojos, marca, quizás, de preocupación.

- Mi buen Lope de Lerma- saludó extendiendo la mano, que el joven tomó para besar su anillo-, ¿qué te trae a Santo Domingo de Silos? Me ha dicho el hermano Tomé que no es nada relacionado con tus hijos.

- Así es, padre, hoy vengo aquí por mi salvación y por el bien de este bendito monasterio.

El abad le miró silencioso, instándole a continuar.

- Como ya os dije hace tiempo, me alisté en las tropas del rey y viajé al sur para luchar contra los moros.

- Maravillosa y noble tarea, hijo mío.

- Allí, padre, pese a que me perdonasteis los pecados que iba a cometer, tal fue el nivel de herejía que temo haberme empapado de ella. He venido, pues, a traeros un regalo que, espero, sirva para redimir mis faltas y seguir el camino de Nuestro Señor.

Lope le mostró el paquete que traía consigo, lo abrió y le dio el libro de Harum, el guía de Granada. El abad lo abrió con cierta curiosidad, que se fue tornando en desconcierto y excitación progresivamente.

- ¡Santa María, bendice a tu hijo!- exclamó el abad- Hijo mío, esto que me traes es una maravilla. ¿De dónde lo has conseguido?

- Era de un granadino converso, falleció accidentalmente en la contienda de Moclín. Él quería que yo lo tuviese si algo le pasaba.

- ¡Qué detallismo en las imágenes! ¡Qué exquisitez en los colores!

Lope tuvo la impresión de que Miguel no le escuchaba, así que calló y esperó en qué desviaba su júbilo.

- Ven, hijo mío- le instó el abad-, acompáñame.

Salieron al claustro, dejando atrás el refectorio, y se dirigieron hacia el scriptorium, magna sala en la que se traducían, copiaban y adaptaban grandes libros de la cristiandad y, tras la creación de la Escuela de traductores de Toledo por parte del rey, se habían introducido libros no solo latinos y griegos, también árabes, muy avanzados en el campo de la medicina, las matemáticas y la filosofía.

Allí dentro, una decena de monjes raspaban la superficie sobre la que iban a escribir con una pequeña herramienta similar a un cuchillo, acompañado por el suave rasgueo de la pluma y el cálamo y el pasar de las hojas. El abad hizo un gesto a Lope para que le esperara en la puerta, mientras tanto, él se dirigió a la parte delantera, hacia dos monjes, uno ya entrado en años y el otro más joven, como Lope aproximadamente, con los que regresó acompañados.

- Vamos los cuatro al claustro.

Le siguieron en silencio, para no molestar a quienes trabajaban en aquellos tomos enormes, y se sentaron en el pequeño muro que delimitaba la zona de paseo del centro del mismo claustro.

- Don Lope, estos son el hermano Mateo- dijo el abad señalando al más maduro- y el hermano Fernán. Los dos son buenos traductores de árabe y, si no le importa, me gustaría mostrarles su libro.

Lope sonrió con indiferencia.

- Por supuesto, ahora el libro es suyo, abad.

Éste mostró a sus dos compañeros de Orden el libro de Harum y, como él, se mostraron sorprendidos y extasiados.

- ¿Sabríais decirme de qué habla el libro?- preguntó el obispo.

El monje llamado Mateo se adelantó.

- Parece ser una exemplarium centrado en los pecados capitales. Mire, por ejemplo, aquí aparece la palabra “soberbia”.

Lope miró por encima del dedo del monje, donde solo distinguió la extraña grafía árabe, que más le recordaba a cagarrutas de mosca que a letras.

El otro monje, el joven, abrió los ojos sorprendido.

- ¡Es sobre lo que estoy escribiendo yo! ¿No os acordáis, abad? Me encomendasteis que escribiese un libro sobre los pecados mortales.

El abad asintió con la cabeza.

- Tienes razón, Fernán. ¿Ya lo has empezado?

- ¡Por supuesto! De hecho, sobre la soberbia estoy escribiendo.

Miguel hizo un gesto de complacencia con el joven monje y dirigió su mirada a Lope.

- Tened por seguro, don Lope, que nos habéis hecho un regalo que perdona con creces todos los pecados que pudieseis cometer en Granada y, no solo eso, también os colma de bendiciones.

- Nada me alegra más que oír eso, mi señor abad. Me honra poder traeros este exótico libro para que vosotros hagáis con él lo que creáis conveniente.

- Ahora mismo, lo primero que haré será guardarlo mientras decido quién de los dos monjes aquí presentes se dedicará a traducirlo.

Los dos monjes, si bien Fernán exageró más, abrieron la boca desconcertados. ¡Trabajar con un libro así les proporcionaría gran renombre en la Orden y a ojos de Dios! Con tan solo ver sus imágenes y la encuadernación ambos tuvieron claro que no se trataba de un libro convencional, sino que fue escrito para alguien importante y con mucho poder.

- Entonces ahora, si me permitís, me marcho hacia Santa María del Madero. El barón me necesita cerca más que nunca.

- Por supuesto, os acompaño a la puerta.

El abad se puso el libro bajo el brazo y, dejando atrás a los perplejos y sorprendidos monjes, llevó al joven a las puertas del monasterio.

- ¿Puedo hacer algo por vos, don Lope, antes de partir? ¡Cualquier cosa vale por ese libro!

Lope tomó las riendas de su corcel y, mientras montaba, sonrió para sí. Al fin tenía lo que había ido buscando. Además de las cosas que le había contado su padre sobre la vida del abad, también le contó que era muy fácil dirigirle en los negocios, para lo que el pobre Miguel era un negado.

- De hecho… sí podéis. Puede que pronto venga el barón con alguno de sus compañeros de la Orden de Santiago, tal vez con don Pelayo. Si eso ocurriese, creo que estaría bien que le mostrarais al burgalés y a su compañía personal mi regalo.

- ¡Por supuesto! ¡Seguro que les gustará!

El joven se despidió del abad y dirigió su caballo hacia casa. Había conseguido asegurarse, durante mucho tiempo, el favor del monasterio en el futuro, y sabía que el abad ensalzaría su nombre a los miembros de la Orden en general y a don Pelayo en particular, especialmente para gozo y disfrute de su hija Beatriz.